Por Luis Alberto Rivas, para Nóvosti
Todavía a en los años sesenta, las familias francesas del Norte y
Este del país instaban a sus hijos a aprender alemán «por si acaso… »;
es decir, por si acaso Alemania volvía a ocupar Francia. El trauma de la
ocupación nazi no hizo sino multiplicar el sentimiento de miedo a
Alemania, que para muchos era más bien un odio que databa ya de la
Primera Guerra Mundial. Todavía hoy, muchos franceses describen a su
vecino sustituyendo el gentilicio con expresiones despectivas como
«boche», «fritz» o «schleu»…
En 1968, el periodista francés, Michel Salomon, escribió el libro
«Faut-il avoir peur d’Allemagne?», traducido en español por la editorial
Dopesa como ¿Tiene usted miedo de Alemania? En su obra, Salomon
intentaba responder a esa pregunta, ante “la insolente prosperidad y el
poderío económico en constante expansión de la (entonces) República
Federal”. Una frase que bien podría encontrarse todavía hoy en cualquier
diario francés. Francia había conseguido liberarse del invasor, gracias
a la coalición anglosajona aliada, a europeos de todas las
nacionalidades, incluidos miles de republicanos españoles, a voluntarios
latinoamericanos, a tropas africanas y a la ofensiva soviética en el
Este de Europa. Por supuesto, sin olvidar a la reducida resistencia
interior.
Con la Liberación, empezaba otro duelo, el de la reconstrucción, y
ahí, Francia llevaba ventaja a su enemigo vencido. Pero la recuperación
alemana sorprendió al otro lado del Rin hasta convertirse en esa
“insolente prosperidad y poderío económico en constante expansión”.
Los temores de Miterrand
Los históricos resquemores de París hacia (entonces) Bonn se
traducían ya en una constante equiparación de los resultados económicos
franceses con los de sus más tarde aliados dentro de la Comunidad
Europea. El socialista François Mitterrand y el cristiano-demócrata
Helmut Kohl simbolizaron en 1984 en Verdún una nueva paz entre las
llamadas dos locomotoras europeas. La foto de ambos mandatarios cogidos
de la mano seguirá utilizándose durante décadas cada vez que se hable de
las relaciones franco-alemanas.
Pero esa nueva paz, confeccionada para la posteridad por los gurús de
la comunicación de ambos líderes, no ponía fin a las diferentes
estrategias políticas y económicas de cada país. Y, sobre todo, no
frenaría el empeño del Canciller alemán de seguir luchando por la
reunificación alemana, a la que Mitterrand y la gran mayoría de la élite
política francesa se oponía con verdadero temor.
Y la reunificación se hizo; y las arcas de Frankfurt se vaciaron para
“unificar” a los ossis con los wessis . Y Alemania vivió una crisis que
requirió medidas estructurales que no dudó en aplicar el
socialdemócrata Gerhard Schröder. Y Alemania, hoy, sigue asustando a
muchos por su “insolente prosperidad y poderío económico en constante
expansión”, regida por Angela Merkel, una canciller proveniente de la
antigua RDA, conservadora, que ha recogido los frutos del “sacrificio
político” de Schröder para reformar su país y que ha seguido aplicando
una política de rigor que le aleje de la crisis que viven algunos de sus
vecinos europeos, y, en especial, Francia.
Hollande pide ayuda, pero incumple deberes
Dos años después de su elección a la Presidencia, François Hollande
es el Jefe del Estado de un país en plena crisis económica, con índices
de paro desbocados, con una industria al ralenti, con cifras de récord
en los déficits, tanto público como exterior, e incapaz de cumplir los
deberes presupuestarios que la Unión Europea exige a todos sus socios,
incluidos otros mucho más pobres que Francia.
Hollande ha querido renovar la imagen histórica de Mitterrand y Kohl
en Verdún con su abrazo al presidente alemán, Joachim Gauck, en la
conmemoración del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial.
Pocas horas después, pedía ayuda a su vecino “para apoyar el crecimiento
por el bien de Francia y de Europa”.
Hablando claro, Hollande quiere poner remedio a la crisis económica
interna pidiendo a Alemania que se endeude y se deje de rigor interno y
externo. Como si todos los males que arrastra la economía Francesa desde
hace décadas fueran debidos a la política Angela Merkel y sus –ahora–
coaligados socialdemócratas. Hollande arguye que “los excedentes
comerciales y la situación financiera permiten a Alemania invertir
más”. En Berlín, la portavoz de la Cancillería han respondido que “no
hay ninguna razón para cambiar de política”. También se deja entender
que el gobierno de coalición conservador-socialdemócrata de Merkel ya ha
hecho concesiones con la creación de un salario mínimo, la
revalorización de las pensiones y la inversión en infraestructuras para
los transportes, por valor de 5.000 millones de euros.
El abrazo con Gauck en Hartmannswillerkopf (Alsacia) no ha servido a
Hollande para enternecer a su poderoso socio europeo. La prensa alemana
no se ha frenado en expresar lo que los comunicados diplomáticos no
pueden afirmar con claridad: “La petición de Hollande es el
reconocimiento del fracaso de su propia política”. “La política alemana
se decide en Berlín”. “Alemania no se inmiscuye en la política interna
francesa”. El diario de centro-izquierda Suddeutsche Zeitung es más
explícito en las críticas: “Alemania no va a financiar la laxitud de
otros estados europeos que no han hecho las reformas estructurales que
Berlín ha llevado a cabo”.
En efecto, el Canciller socialdemócrata Gerhard Schröder no tuvo
reparo en reformar el caduco sistema laboral y de beneficios sociales
alemán, aun sabiendo que su partido perdería las siguientes elecciones.
Una decisión imposible de llevar a cabo en Francia ni por la derecha ni
por la izquierda. No sólo por el temor de perder diputados, consejeros
regionales, concejales locales y todo tipo de representación política,
sino por un bloqueo ideológico que les impide despertar de un paraíso
social que ya no pueden sufragar, de desprenderse de las trabas
burocráticas y mentales que permitan otra Liberación, la de la economía
francesa.
Las reformas del demonio
Pero las reformas aplicadas por los socialdemócratas alemanes que
ahora todo el país disfruta, siguen siendo vilipendiadas en Francia.
Peter Hartz, el artífice de las reformas laborales del periodo Schröder,
es un personaje demoníaco en Francia. Hasta el punto de que, invitado
por Hollande para empaparse de su método, fue recibiendo cancelaciones
de encuentros con otros ministros y figuras de la izquierda para no
verse fotografiados con él. Hartz, que pasará a la Historia por haber
ayudado a enderezar Alemania, es persona non grata para la izquierda y
buena parte de la derecha francesa.
Pero la élite política francesa sigue midiéndose con sus vecinos a
pesar de denigrar sus éxitos. Cuando se habla de los avances de Alemania
en materia de empleo, se insiste en los “minijobs” y en los bajos
salarios alemanes. Como si ello sirviera de consuelo a los más de tres
millones de desempleados franceses, según cifras oficiales. Cuando se
menciona a Schröder, se le intenta desacreditar no solo por haber
acabado con el “paraíso social”, sino, hipócritamente, por trabajar
para Gazprom y tener buenas relaciones con el presidente ruso, Vladímir
Putin.
¿Los franceses deben temer a Alemania? Los políticos y los llamados
agentes sociales, sí. Miedo a un ejemplo de negociación entre sindicatos
y patronal que intenta evitar el enfrentamiento y ahorrar
inconveniencias a los ciudadanos; miedo a tomar decisiones sin hacer
cálculos electoralistas; miedo al ejemplo de unos políticos, sindicatos y
patronal que saben hacer concesiones por el futuro de sus hijos y
nietos.
Más de 46 años después, las palabras de Michel Salomon, en su libro
“¿Tiene usted miedo de Alemania?”, siguen siendo válidas para muchos
franceses: “Nuestra neurosis fue Alemania. Y sigue siendo esa jaqueca
que desvela periódicamente alguna zona dolorosa de nuestro
subconsciente. Pero, ¿es necesario que se convierta en nuestra
coartada?”
*Luis Rivas, periodista. Ex corresponsal de TVE en Moscú y
Budapest. Dirigió los servicios informativos del canal de TV europeo
EuroNews. Vive en Francia desde hace más de 20 años.
Fuente: Ria Novosti.