★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★SELECCIÓN DE ARTÍCULOS DESDE DIFERENTES PERSPECTIVAS ★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★★

martes, 1 de noviembre de 2016

Geopolítica de la globalización: El fin del paradigma ilustrado y el horizonte multipolar

Por  Esaúl R. Álvarez

Parte I. El colapso del paradigma geopolítico de la modernidad.

A grandes rasgos, tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), surgió un orden mundial marcadamente bipolar en el que el poder de las antiguas potencias coloniales quedó repartido entre el bloque soviético, constituido por el Pacto de Varsovia y capitaneado por la Unión Soviética, y el bloque atlantista capitaneado por los EEUU y edificado alrededor del Tratado del Atlántico Norte, pero cuyas alianzas en la práctica superaban este marco ampliamente. El equilibrio entre ambas potencias herederas del colonialismo occidental puede describirse como la edad de oro del paradigma de la modernidad –basado en los ideales de progreso y desarrollo y en el mito de la excepcionalidad y la inevitabilidad del dominio occidental- que imponía su hegemonía sobre todo el orbe.

Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, todo parecía indicar que este dominio del hemisferio occidental sobre el mundo se consolidaría, imponiéndose los designios occidentales como el único camino posible, y cortando de raíz cualquier intento de independencia o disidencia. El horizonte que aparecía era el de un mundo unipolar comandado por los EEUU y su modelo de civilización que se impondría pacíficamente o por la fuerza al resto (Fukuyama 1992, Benoist 2015, Huntington 1997, Dugin 2013). Es en este contexto de optimismo ante una victoria que parecía tan inminente como definitiva en el que Fukuyama pronosticó su particular Fin de la Historia (The End of the History and The Last Man, 1992).

Pero la realidad ha sido bien distinta de aquellas expectativas: en tan solo diez años la hegemonía global y la legitimidad estadounidense comenzaron a deteriorase muy rápidamente, y por otra parte ninguna potencia parece emerger con la capacidad y la intención de llenar el vacío de poder generado en la última década.

En realidad, el colapso de este falso orden mundial unipolar estaba anunciado desde su mismo comienzo, pues como indica Bauman, una vez iniciado el proceso de disolución de la centralidad –económica, política, social y cultural- que conduce hacia la sociedad líquida y la globalización, ¿cómo detenerlo y/o revertirlo? Además, y esto es relevante para lo que diremos más adelante, esta pérdida de centralidad no es tan negativa como parece a simple vista para los intereses globalistas de la talasocracia mundial en vigor, por el contrario, la reafirma y favorece pues el contexto de ‘caos creativo’ al que nos encaminamos hace de lo local y puntual la prioridad, impidiendo planes a largo plazo y con ello la emergencia de un auténtico orden antagónico.

Paralelamente, las instituciones nacidas tras la IIGM resultan caducas en su estructura y funcionamiento, y no representan de manera efectiva el actual panorama geopolítico internacional, de modo que requieren de una profunda transformación si se quiere que sean representativas y efectivas en el mundo futuro. En palabras del politólogo estadounidense Ian Bremer:

“Las instituciones que nos gobernaban y que básicamente estaban controladas por EEUU y sus aliados, ya no funcionan”.



El futuro de la globalización: ¿multipolaridad o apolaridad?

Ante este panorama analistas y expertos geopolíticos prevén dos escenarios posibles que podrían desarrollarse en las próximas décadas:

    Apolaridad

    Multipolaridad.

El segundo escenario aparece como el más deseable, pero también como el más difícil de producirse en la práctica, como veremos más adelante. Comenzaremos nuestro análisis por la hipótesis de la apolaridad.

“Hoy no existe ni la unipolaridad, ni la bipolaridad, ni la multipolaridad. Hoy existe la ceropolaridad, lo que significa que ningún país, incluyendo a los EEUU, Unión Europea (UE) y la República Popular China (RPCh). puede ejercer la influencia definitiva sobre el transcurso de los acontecimientos. Ninguno”.

(G. Dzhemal en entrevista para Nakanune.ru 20-09-2013)

Algunos autores como el politólogo Ian Bremer o el analista y filósofo Geydar Dzhemal, sostienen que está teniendo lugar una despolarización acelerada causada ante todo por la falta de liderazgo de las potencias occidentales clásicas -USA y la UE-, y por la escasa intención de asumir tal responsabilidad por parte de las potencias emergentes, en particular China. Un proceso que muy posiblemente desembocará en pocas décadas en la apolaridad.

La apolaridad es descrita como un escenario mundial caótico, marcado por el vacío de poder y la crisis de legitimidad de las instituciones de gobernanza global (ONU, OMS, WTO, etc.), así como por la ausencia de un liderazgo claro de alcance internacional, sin potencias dispuestas o capaces de liderar el mundo. Dzhemal se refiere a esta situación como ceropolaridad, mientras el politólogo Bremer opta por denominarlo Grupo Cero (G-0).

Es importante advertir desde el comienzo que la apolaridad es el escenario más probable al que además tiende de modo natural el postcapitalismo y la postmodernidad, como analizaremos en detalle más adelante.

Los analistas coinciden en que este escenario será con toda probabilidad más complejo, inestable e impredecible que el de décadas pasadas. Parece existir consenso en que en un primer momento un panorama caracterizado por la apolaridad y la falta de capacidad de gobierno de las instituciones internacionales favorecerá un retorno a las políticas de alianzas bilaterales, lo que tendrá por resultado un escenario internacional más peligroso, incluso catastrófico si se combina con crisis transnacionales que requieran de respuestas internacionales y coordinadas: crisis climáticas o alimentarias, desastres naturales, etc. Algunos autores han llegado a describir este escenario futuro como de ‘guerra mundial troceada’ (Barrios, 2016).

En base a esto, algunos autores pronostican a partir de este aparente ‘caos’ un resurgimiento de los estados nación clásicos y un retorno parcial al orden ideal definido por el paradigma geopolítico de Westfalia. Sin embargo, un análisis profundo de las condiciones que han favorecido la aparición de la apolaridad nos indica que ésta se nutre básicamente del debilitamiento y la demolición controlada de los mismos estados-nación clásicos, que a través del proceso globalizador han sido paulatinamente reducidos a instituciones gestoras de población pero carentes de soberanía real, sobre todo en política exterior. Podemos citar varias razones que explican este proceso.

En primer lugar, la globalización, como hemos, dicho debilita al estado nación clásico, y lo hace simultáneamente por encima y por debajo del nivel estructural del mismo estado:

    en un nivel superior o supra-estatal, con la creación de estructuras transnacionales –el ejemplo más evidente es la UE-.

    en un nivel inferior, o intra-estatal, con estructuras del tipo lobbys, ONGs, fundaciones, movimientos sociales financiados y dirigidos por otras fuerzas económicas o mediáticas, etc. Todas estas sub-estructuras presionan, condicionan y dirigen la agenda política del estado, reduciendo su capacidad real de maniobra y decisión.

En segundo lugar, los estados nación desarrollados por las potencias europeas a partir del siglo XVII distan de ser un hecho natural o universal como a menudo se ha pretendido desde el discurso universalista tan propio de la perspectiva occidental. De hecho la conformación de estados centralizados y potentes -como Roma o China- es una excepción a lo largo de la historia. Por tanto, su existencia no obedece a una de esas proclamadas ‘conquistas del progreso humano’. Prueba de ello es la artificiosidad que supuso la ‘creación’ de estados al modo europeo a lo largo y ancho del mundo durante el proceso de descolonización que siguió a la IIGM y las problemáticas generadas por este mismo proceso.

Esta perspectiva universalista refleja los prejuicios etnocéntricos propios de occidente: desde la creencia en un progreso infinito y sin marcha atrás, como su mesianismo –el empeño por salvar de su primitivismo a los otros pueblos- o su milenarismo –considerarse a sí mismos y su historia como la cumbre y el estado definitivo a que debe encaminarse la humanidad-. Los estados nación han supuesto nada más que una fase de la historia y aunque en la historia de las sociedades y las culturas hay abundantes casos de atavismos y conductas arcaizantes, la marcha de las tendencias civilizatorias actuales convierte en obsoletas e ineficientes las formas de organización previas.

En tercer lugar, señalar que la globalización ha cambiado por completo la concepción del actor o ‘sujeto geopolítico’ así como los objetivos decisivos por los que se lucha o compite. Los criterios de autonomía del estado que otorgan peso específico a una nación en el orden internacional han variado radicalmente, no son ya el par territorio-población, sino el par energía-información. La información es hoy por hoy el bien central de una sociedad y quien controla su flujo controla la sociedad y su evolución. Por otra parte, sólo los países que puedan auto-abastecerse y dispongan de una soberanía energética, alimentaria y política serán los mejor situados en el nuevo escenario (Dzhemal).

Por tanto el paradigma geopolítico clásico –básicamente el realismo geopolítico-, ha sido dinamitado por el nuevo orden ceropolar y es muy improbable que pueda regresar en el futuro próximo.



La globalización y el fin de la era de los estados nación.

“La clase burguesa se desplaza hacia la integración en una entidad unificada que trasciende las fronteras nacionales y constituye el núcleo de la burguesía internacional. (…) El capitalismo era original y esencialmente transnacional lo que explica porqué la globalización y el debilitamiento de las fronteras de los estados no es algo único sino más bien la formación de una estructura espacial común del sistema capitalista a escala mundial.”

(Alexander Dugin, Una revisión de las teorías de las Relaciones Internacionales)

La conclusión de todo lo anterior es que el capítulo histórico marcado por la competencia entre sí de estados nación potentes debe ser visto como algo del pasado. Urge cambiar el paradigma geopolítico, pensar en otro términos, y para ello describir el nuevo escenario en base a nuevos conceptos y teorías es una condición imprescindible.

Ahora bien, tampoco hay lugar para un optimismo buenista. Lo que sostenemos en estas páginas es que, contrariamente a lo que se suele suponer, el escenario de la apolaridad no va contra los intereses del globalismo talasocrático -lo que ha dado en denominarse NOM (Nuevo Orden Mundial), o NWO (New World Order) por sus siglas en inglés- sino que, por el contrario, la apolaridad forma parte de su agenda, pues aunque esto suponga un aparente ‘caos’ global en el corto plazo, favorece la implantación de un orden mundial tiránico a medio-largo plazo.

La apolaridad es, desde este punto de vista, una fase histórica necesaria -del mismo modo que lo fueron los estados nación hasta ahora-, hacia la consecución e implantación de un ‘Nuevo Orden’ y, seguramente con él, de una forma de capitalismo nueva, más sutil pero también más despótica, y tecnológicamente centrada. Recordemos que el auge de los estados nación europeos cumplió un papel determinante en una fase histórica concreta de la expansión capitalista en vistas a posibilitar a este modelo económico una dimensión mundial.

De este modo la apolaridad y el caos son, desde el punto de vista globalista, un mal necesario que permitirá a medio plazo imponer su agenda exclusivista como único y mejor camino posible. Una operativa que ya hemos visto por ejemplo en la reciente crisis financiera global, empleada ante todo para avanzar en la agenda política hacia sus objetivos de clase. El proyecto globalista no se presentará ante la opinión pública como una imposición unilateral de las élites económicas mundiales, sino como una opción salvadora y paternalista por parte estas mismas élites. Hay que tener bien presente por tanto lo siguiente: este futuro será inevitable si no se trabaja explícitamente en otra dirección alternativa.



Neomarxismo y neoliberalismo: las dos caras de un mismo mundialismo.

“Cuando se busca un poco quién soporta, apadrina y patrocina a la extrema izquierda ‘antifascista’, anti-especista, LGBT, No Border, Black-Blocks, Occupy, los Indignados, etc., encontramos organizaciones que se encuentran en la cúspide del capitalismo: la Open Society de George Soros, las fundaciones Rockefeller y Rothschild, la Comisión Europea, diversas ONGs y empresas multinacionales, e incluso algunos ministerios del Interior, es decir, la policía. Sabíamos ya que los liberales y los libertarios convergían intelectualmente en la abolición de las fronteras, las naciones y las identidades, y más ampliamente en la deconstrucción de cualquier tipo de límite.

(…) Se trata, de hecho, de una izquierda libertaria que predica la apertura sin límites, totalmente inofensiva, ya que fue creada por la derecha liberal en los años de la caza de brujas anticomunista para competir y debilitar a la izquierda no libertaria, comunista y cerrada, por tanto estructurada, y verdaderamente peligrosa para el sistema americanista y capitalista.”

(L. Cerise, entrevista de Monika Berchvok para Rivarol, 2016)

Como indica Lucien Cerise en la cita con que abrimos, pese a las apariencias, neomarxistas y neoliberales tienen mucho en común y comparten los mismos principios y los objetivos esenciales de sus respectivas agendas.

Neoliberales y neomarxistas1 tienen en común ante todo su visión del hombre y de la historia, sesgadas por un infantil optimismo antropológico y por una fe ciega en el progreso y las ‘fuerzas de la evolución’. Esto no es una coincidencia, sino que es herencia de la filosofía -o superstición- ilustrada que es su origen común y que ambas pseudo-ideologías comparten.

Por supuesto, en tanto expresiones consumadas de la modernidad, ambas corrientes son coincidentes también en la lucha contra toda forma tradicional. En realidad, son enemigas de toda muestra o evidencia de una realidad o cultura anterior a ellas mismas, pues en esto ha consistido y consiste básicamente el proyecto moderno: un lavado histórico sistemático. También comparten una misma tendencia proselitista en vistas a imponer su hegemonía cultural unilateralmente, eliminando toda disidencia, es decir, un odio acérrimo por toda la pluralidad y diversidad cultural, étnica, artística o política de la humanidad, a pesar de su discurso aparentemente permisivo, conciliador y multicultural.

Los neomarxistas por su parte se esfuerzan por convencernos de que la desaparición de pueblos y culturas, el etnocidio, así como el ecocidio, son males imputables únicamente al capitalismo, sin reparar en que el capitalismo no es un sino inevitable ni un ente externo llegado del más allá, sino que es un hecho cultural que conlleva una mentalidad propia, la mentalidad moderna, que lo hace posible y está en el origen profundo de aquel.

Pero además, este discurso buenista choca frontalmente con los hechos observables, pues a pesar de su teórica oposición total al capitalismo, el neomarxismo no solo ha renunciado a ofrecer una alternativa plausible al mismo, sino que ha perdido toda iniciativa y sigue fielmente la agenda mundialista de los neoliberales.

A un papel fundamental no ha renunciado: el de re-educar y dirigir la vida de las personas –las clases bajas y medias, claro está, no la de las élites- a través de los mass-media, indicándoles cómo se ha de vestir, comer, amar y en general vivir, en base a su eterna cantinela de que ‘lo personal es político’.

Pero estas campañas de re-educación, que no socaban en absoluto ni los principios en que se asienta el capitalismo ni las consecuencias perversas de este, y que generalmente complican la vida de la gente, tienen otros fines más oscuros. La finalidad de estas campañas va más allá de adoctrinar a las clases medias, los viejos proletarios de antaño, y creemos que su objetivo último es quebrar psíquicamente cualquier resistencia de los dominados. Así parece cuando atendemos al modo en que estas campañas son dirigidas sin excepción contra algo, y siempre tienen como consecuencia fracturar o atomizar un poco más el cuerpo social. Modas por completo artificiales como el veganismo, o las diferentes campañas lanzadas desde el feminismo radical como el mal llamado ‘ludismo sexual’, y otras; todo ello reduce la idea de revolución de antaño a un asunto de visibilidad social y derechos de minorías. Es difícil creer que esto pueda ser casual.

Pero además cabe considerar que todas estas corrientes underground de pensamiento, música, arte, etc., catapultadas a cultura hegemónica de la postmodernidad, correlacionan estrechamente con personalidades débiles2. ¿Realmente hay que pensar que se sitúan en la senda de la revolución y contribuyen al fin del capitalismo? Hay ciertamente opiniones –y cada vez más- que indican más bien lo contrario, se trata de debilitar físicamente y quebrar psíquicamente al sujeto postmoderno, convirtiéndole en un enfermo crónico, un dependiente absoluto, tanto físico como mental, sin raíz ni horizonte vital más allá del hedonismo. Un no-hombre, un neo-siervo, un ser acomplejado, incapaz de luchar por lo suyo, repleto de desprecio y auto-odio hacia sí mismo y de rencor hacia lo que le rodea, soportando unos gustos completamente mediatizados y dirigidos por la ‘industria cultural’, y viendo con sospecha incluso sus propias inclinaciones naturales, alimenticias o sexuales.

Si el discurso marxista clásico asombraba ya por su tremendo reduccionismo, que rozaba lo infantil, el actual discurso neo-marxista va un paso más allá, mostrando tintes realmente obsesivos y enfermizos en su análisis de la realidad, propios de un psiquismo enfermo y desquiciado. Esto es particularmente evidente en el discurso del feminismo postmoderno, que es donde mejor se observa la tendencia moralista, adoctrinadora y totalitaria, que no admite disidencia, de la modernidad, visible sobre todo en la neo-lengua y la dictadura de lo políticamente correcto, y que tanto nos recuerda al viejo puritanismo victoriano:

“Un neo-puritanismo lingüístico que corresponde a un moralismo radical.” (Dominique Lecourt, entrevista para Le Figaro, 2016)

En definitiva, la pregunta es: ¿el neo-marxismo contribuye al fin del capitalismo, o más bien lo perpetúa y perfecciona por medio de la demolición a la vez de la comunidad social y del individuo seguro y capaz?



"Sociedad abierta" y mundo ceropolar.

“El mundo no-polar estará basado en la cooperación entre los países democráticos (por defecto), pero poco a poco el proceso de formación debería incluir a actores no estatales –ONGs, movimientos sociales, grupos de ciudadanos independientes, comunidades en red, etc.-”

A. Dugin, Una revisión de las teorías básicas en las RRII)

Volviendo a los puntos en común entre neoliberalismo y neomarxismo señalemos que el pilar fundamental en que se sostiene todo el mundialismo –de izquierdas o derechas, liberal o marxista- es la noción, falsa, de que la civilización humana es una sola y común a todos los hombres, es decir un universalismo que para poder imponerse en las mentes requiere de los mitos del evolucionismo pseudo-científico y del agresivo proselitismo propio de la modernidad occidental.

Sobre esta idea básica, una creencia parcial, etnocéntrica e interesada, se construye todo el discurso occidental, tanto el de la modernidad como el de la postmodernidad, a través de ideas-fetiche como ‘democratizar’, ‘liberar’, ‘ayudar al desarrollo’, o la omnipresente ‘desigualdad’, etc. Estas son las nociones básicas en que se sostiene toda la construcción imperialista occidental sobre los otros pueblos, sea para someter al estilo clásico como fue en la era de la modernidad, sea para “liberar” -lo que no es sino otro modo de sometimiento, más psicológico y quizá peor que el primero-, como es el caso en la postmodernidad actual. Todos estos argumentos se han impuesto en el imaginario occidental hasta ser percibidos por la juventud sobre-socializada como algo natural. Detrás de tales ideas, como ya dijimos, se esconde un innegable sentimiento de superioridad y un poco disimulado mesianismo.

Esta común genealogía pone en evidencia el común origen ilustrado entre el imperialismo duro de antaño basado en la fuerza militar y el imperialismo blando de hoy basado en comercio y turismo, de apariencia buenista y solidaria pero igual de destructivo y disolvente que aquel. Esto lleva a pensar, como ya han apuntado otros autores, que más que una postmodernidad asistimos a una híper-modernidad.

Llegados aquí, no es aventurado sospechar que, dados los bandazos, metamorfosis intelectuales y cambios de objetivos estratégicos que ha asumido la izquierda en las últimas décadas, su agenda haya sido diseñada y planeada precisamente desde los propios think-tank neoliberales. De ser así las izquierdas alter-globalistas -que básicamente se construyen alrededor del conocido aserto: ‘Otra globalización es posible’- serían una especie de monigote o espantapájaros agitado y dirigido desde los poderes mundialistas más agresivos para ir modelando la opinión, creencias y sobre todo conformidades de los sometidos.

Se da la paradoja además de que quienes apoyan este discurso exageradamente buenista, melifluo y sentimental, obviando cada vez más los argumentos racionales, son las clases sociales que se están viendo (y se van a ver en el futuro) más perjudicadas por el proceso mundialista, lo cual demuestra como ya indicamos antes que el neomarxismo es la ideología mundialista pensada, diseñada y dirigida a los sometidos, es decir las víctimas del proceso globalizador.



La apolaridad como fase necesaria hacia la constitución del proyecto mundialista.

“La globalización ha puesto en marcha un proceso de cambio de gran alcance que afecta a todos. Las nuevas tecnologías, asentadas en políticas de mayor apertura, han creado un mundo más interrelacionado que nunca. Ello no sólo entraña una mayor interdependencia en las relaciones económicas —el comercio, la inversión, las finanzas y la organización de la producción a escala global—, sino también una interacción social y política entre organizaciones y personas de todo el mundo.

Los beneficios que pueden obtenerse son inmensos. La creciente posibilidad de interconexión entre las personas de todo el mundo está favoreciendo la constatación de que todos pertenecemos a una misma comunidad global. Este naciente sentido de interdependencia, de compromiso con valores universales compartidos y de solidaridad entre los habitantes de todo el planeta puede aprovecharse para cimentar una gobernanza global abierta y democrática que beneficie a todos. La economía de mercado global ha puesto de manifiesto una gran capacidad productiva. Gestionada con acierto, puede dar lugar a progresos sustanciales y sin precedentes, crear puestos de trabajo más productivos y mejores para todos, y contribuir de manera importante a la lucha contra la pobreza en el mundo.

Sin embargo, también somos conscientes de lo mucho que nos queda por hacer para que esta posibilidad se convierta en realidad.”

Comisión Mundial sobre la Dimensión Social de la Globalización, Por una globalización justa: crear oportunidades para todos, 2004.

El anterior extracto de la Comisión Mundial sobre la Globalización condensa en pocos párrafos todas las falsas promesas y tópicos con que se implanta el mundialismo. Aunque el texto se explica por sí mismo queremos reseñar dos aspectos.

En primer lugar, los ‘beneficios’ de la globalización se nos presentan como promesas ilusionantes, al estilo en que se presentaban todas las deplorables ideologías de la modernidad, en particular el marxismo con sus promesas de un hombre nuevo para un tiempo nuevo. La gobernanza global se presenta ahora con el mismo disfraz utópico con que se presentaba la revolución antaño: es la estación final del proceso civilizatorio, la cima de la evolución histórica. Para cualquiera mínimamente acostumbrado a la retórica del marketing está muy claro: se nos intenta convencer, vender un producto, para lo cual es necesario envolverlo y presentarlo del modo más atractivo posible: seducir.

En segundo lugar, y esto nos parece aún más decisivo, todo lo expuesto lo es mediante juicios de valor sesgados -recurriendo una vez más al sentimentalismo más rastrero frente a los posibles argumentos racionales y objetivos-. Semejante retórica es compartida sin objeción tanto por neoliberales como por neomarxistas, los dos supuestos adversarios ideológicos.

En definitiva estamos ante una apariencia de disidencia que no es tal. La realidad es que los unos y los otros son las dos caras de la misma moneda hegemónica, globalista y neocolonial.

Neoliberales y neomarxistas son como los dos rostros del dios Jano: un rostro mira desde la posición del poder, el otro desde la posición de los sometidos. Pero ambos rostros pertenecen a un mismo cuerpo y tienen un objetivo común.

A modo de conclusión.

“El mundo no polar sugiere que el modelo de melting pot [de crisol] estadounidense se extenderá al mundo entero. Como resultado, esto borrará todas las diferencias entre pueblos y culturas, y una humanidad individualizada, atomizada, será transformada en una “sociedad civil” cosmopolita sin fronteras. La multipolaridad implica que los centros de toma de decisiones deben estar lo suficientemente elevados (pero no exclusivamente en manos de una sola entidad, como lo están hoy en las condiciones del mundo unipolar) y que las especialidades culturales de cada civilización particular deben preservarse y fortalecerse (pero no disolverse en una sola multiplicidad cosmopolita).”

A. Dugin, Una revisión de las teorías básicas en las RRII.

Recapitulemos. Hemos visto en primer lugar la fuerte tendencia hacia la apolaridad: ningún país posee capacidad de arbitrar el escenario mundial. Es esencial advertir que no existe posibilidad de retornar a una unipolaridad estricta y explícita. Por tanto, cabe esperar un proceso de caotización a nivel internacional. Esto facilitará la emergencia de potencias regionales que muy probablemente serán combatidas en nombre de la paz y la libertad por las privilegiadas potencias neocoloniales de siempre. Algunos analistas creen que esto puede conducir a un resurgir de los estados-nación con las reivindicaciones nacionalistas propias de tiempos pasados. La realidad es que este escenario es altamente improbable: los estados-nación están en franco retroceso y sufren una pérdida de competencias y capacidades constante.

Por tanto, el previsible ‘caos controlado’ de la apolaridad será un acicate más, quizá el definitivo, hacia la gobernanza global. En este escenario el caos puede alargarse tanto como sea necesario hasta que las resistencias al mundialismo sean definitivamente abolidas3.

En segundo lugar hemos analizado cómo neoliberalismo y neomarxismo son dos caras de la misma moneda, una dirigida a las élites gobernantes ofreciéndoles el clásico discurso mesiánico e imperialista, y la otra dirigida a la mayoría sometida, ofreciéndoles un discurso de falsas promesas y vanas ilusiones pero a la vez tendente a dividir –atomizar- a este grupo social, enfrentándolo entre sí y sometiéndolo de un modo cada vez más psicológico e interior.

La conclusión es que solo un escenario multipolar puede detener el proceso mundialista, a la vez que proporcionar el equilibrio que la apolaridad regida por el principio de la supervivencia del más fuerte va a impedir. La multipolaridad es por tanto la única posición racional, constructiva y alternativa al orden actual. Pero ¿cuáles son las condiciones que posibilitarían un escenario multipolar real y efectivo en la práctica? A ello dedicaremos la segunda parte.

Notas:

1 La distinción entre marxismo clásico y neomarxismo no es en absoluto retórica sino de forma y contenido. Por explicarlo en términos que ya hemos empleado en este ensayo, el marxismo clásico pertenece a la modernidad sólida y, acorde con tal contexto, hace uso de una teoría racionalista así como de categorías cerradas y fijas. Esta visión moderna y sólida se refleja a sí mismo en su visión geopolítica del mundo. El neomarxismo, por su parte, viene a coincidir con lo que se ha denominado en ocasiones ‘izquierda indiferenciada’ (Bueno) o ‘izquierda foucaultiana’. Se trata de un perfecto exponente de la modernidad líquida: fragmentación del discurso, carencia de proyecto y teoría coherentes, inexistencia de categorías claras y distintas, etc. Podría decirse que, como todas las expresiones de la modernidad líquida, es cajón de sastre conceptual, fragmentario y post-paradigmático. También en su visión individualista de la sociedad muestra una clara incompatibilidad con el marxismo clásico.

En este sentido es significativo -y es prueba irrefutable de la distancia insalvable entre ambas escuelas, a pesar de las apariencias-, que las sociedades de los países de la órbita soviética hayan resistido mejor que otras la ofensiva disolvente de la modernidad líquida, el neoliberalismo y lo políticamente correcto.



2 Unabomber en su Manifiesto puso el foco acertadamente en la caracterización psicológica del progresismo y los defensores del activismo de todo tipo. Habría sido una interesante línea de investigación, como aquellas que emprendieron Adorno y la Escuela de Berkeley, a fin de criminalizar y señalar socialmente ciertos posicionamientos ideológico-políticos, pero aquí nos encontramos ante una línea de investigación que esa pseudo-ciencia usurpadora que es la Psicología moderna, al servicio del poder capitalista, no va a explorar jamás.



3 El vértice de unión entre los tres rasgos que describimos como las diferentes caras de un proyecto único y común: 1) caos apolar –desestabilización de ciertos países estratégicos-, 2) defensa de la necesidad de un gobierno mundial y 3) progresismo social radical –asunción de la agenda neomarxista hasta sus últimas consecuencias-, se encarna de manera particularmente evidente en la actual candidata demócrata a la presidencia de los EEUU, quien como ella misma ha mostrado en tantas ocasiones, es una defensora acérrima de la dictadura de lo políticamente correcto y la neo-lengua, y lo hace exhibiendo un carácter moralizante y en extremo puritano. A fecha de hoy representa la quintaesencia de la agenda globalista.


Parte II. La multipolaridad como nuevo horizonte civilizatorio 

Si en la primera parte analizamos cómo la apolaridad sirve en último término a los intereses globalistas en esta segunda parte nos centraremos en estudiar la posibilidad de la multipolaridad, única alternativa posible a la agenda mundialista y postmoderna, poniendo especial énfasis en las circunstancias que podrían favorecer su emergencia.

El gran defensor de la multipolaridad es A. Dugin quien plantea un equilibrio multipolar basado en ‘bloques geopolíticos’ o ‘grandes regiones’ que serían en buena medida autónomas y autárquicas, no dependiendo ya de una potencia exterior del tipo de las viejas metrópolis coloniales y evitando así replicar el esquema de dependencia centro-periferia sobre el que se ha edificado la hegemonía occidental desde sus inicios. Estas grandes regiones habrían de poseer cierta coherencia interna. Además por su propia naturaleza se equilibrarían entre sí mutuamente de un modo mucho más dinámico y ágil que la bipolaridad del pasado siglo.

A favor de la construcción de la multipolaridad están los denominados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) que poseen un gran potencial de desarrollo económico y demográfico. Otros países a los que también beneficiaría la descentralización favorecida por el escenario multipolar son México o Indonesia.

Algunos pasos dados hacia la multipolaridad, todavía incipiente, en los últimos años son la ampliación del G-8 al G-13 (que incluye a México pero excluye a Indonesia), la creación de la Unión Económica Euroasiática (UEE) fundada en 2014 y que agrupa a 5 estados, o la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), una organización fundada en 1996 y que en la actualidad agrupa a 8 países entre ellos Rusia, China e India y que tiene como objetivos la cooperación económica y cultural, el socorro mutuo y la lucha contra el terrorismo y el extremismo.

También cabe citar la creación de instituciones transnacionales de crédito independientes del FMI y el BM como por ejemplo el Nuevo Banco de Desarrollo (NBD) en 2014, impulsado por los BRICS y del Banco Asiático de Inversión (AIIB), que cuenta con 57 países socios entre los cuales se cuenta España. Ambos son considerados rivales directos del Banco Mundial (BM) debido a su capacidad de crédito y a su influencia para dirigir las políticas de desarrollo a nivel internacional.



La multipolaridad exige una nueva episteme civilizatoria.

Dugin ha señalado repetidamente los límites reales de la multipolaridad, explicando cómo esta es una alternativa radicalmente diferente (Dugin, Una revisión de las teorías básicas en las RRII) a los órdenes geopolíticos propios de la modernidad. Desde su perspectiva la multipolaridad no puede ser una nueva bipolaridad, ni tampoco un nuevo multilateralismo. De igual forma, tampoco es compatible con la unipolaridad ni con la apolaridad. Siendo esencialmente diferente de todos estos escenarios es central destacar la relación entre el orden geopolítico y la ecúmene civilizatoria en que este se desarrolla.

Si asumimos que la modernidad sólida dio lugar a un modelo geopolítico concreto sustentado básicamente en las teorías del realismo geopolítico –el estado nación como único actor legítimo y soberano del hecho político, competencia por los recursos entre estados nación, reparto del mundo según las potencias coloniales, etc.-, es fácil advertir que de la actual modernidad líquida emerge, en paralelo a las transformaciones sociales y económicas que supone –globalización y deslocalización-, un nuevo orden geopolítico. Y este orden que emana de forma natural de la modernidad líquida no es otro que la apolaridad. Es por ello que la teoría que mejor explica el estado actual es la teoría del liberalismo geopolítico, ya que sus planteamientos trascienden el concepto cerrado -sólido- de estado nación.

La conclusión que se obtiene de este análisis es crucial a la hora de entender el marco de posibilidad en que puede desarrollarse la multipolaridad y pensar las estrategias más adecuadas: la multipolaridad no tiene cabida en el interior de la actual episteme civilizatoria.

Podemos denominar a esta última ‘sociedad líquida’, postmodernidad, postcapitalismo o incluso híper-modernidad, no es excesivamente relevante la etiqueta que le pongamos, lo verdaderamente decisivo es reconocerla por la forma socio-política que adopta: la globalización y el mundialismo.

Sostenemos que no habrá tal multipolaridad si se sigue actuando dentro del marco civilizatorio actual. La emergencia de una multipolaridad real exige como condición sine qua non un nuevo marco civilizatorio, lo que puede definirse como un nuevo paradigma epistémico y cultural.

Los obstáculos en el camino hacia la multipolaridad.

“Los EEUU tienen como objetivo retrasar la inevitable transformación del universum occidental en un pluriversum planetario.”

(G. Aguiar, El horizonte cósmico de la Cuarta Teoría Política
rumbo a la superación de la postmodernidad)

Llegados a este punto hay que decir que, si todavía se está muy lejos de una multipolaridad económica y política y esta se encuentra con formidables obstáculos, se está más lejos aún del desarrollo de una nueva lógica civilizatoria, que sustente y legitime tanto filosófica como políticamente el orden multipolar.

Hasta el momento las iniciativas hacia la multipolaridad son de índole económico-financiera, con el objetivo de otorgar una mayor independencia a ciertos países en lo que se refiere a divisas, inversiones y materias primas. Pero construir un nuevo equilibrio geopolítico independiente de las actuales oligarquías político-financieras que establezca nuevos centros de poder reales y autónomos y nuevas soberanías, es un desafío formidable que de momento no ha sido aceptado por ningún actor en el ámbito internacional.

Lo único que podemos asegurar en tanto punto de partida es que cualquier esfuerzo en esta dirección será divergente de las doctrinas actualmente aceptadas y propaladas por el mundialismo, neoliberalismo y neomarxismo. Por tanto los primeros pasos deberían dirigirse a quebrar la dictadura del pensamiento único que actualmente es hegemónica.

Por el momento el polo hegemónico tanto económico, como político –toma de decisiones que afectan a cientos de millones de personas- y cultural, sigue estando bien establecido en el polo talasocrático representado por el atlantismo anglosajón. Una multipolaridad real supone un reparto más equitativo y efectivo del poder en el nivel de la gobernanza global de modo que ya no sea posible a unos pocos centros de poder –las actuales elites económico-financieras del globalismo- tomar decisiones unilaterales que alteren (y destruyan) la vida de millones de ciudadanos en terceros países o les priven de sus recursos naturales, económicos o sociales. Recordemos que en esto básicamente ha consistido y consiste el actual proceso globalizador: una fase avanzada del capitalismo en que la concentración del capital y de los recursos es extremada, y no solo nos referimos al capital económico sino también al capital cultural, humano, a la información o a la toma de decisiones. Esta fase final del capitalismo supone una concentración de todo el valor en muy pocas manos, que controlan el flujo de los bienes y deciden por todos los habitantes del planeta. Por tanto la multipolaridad conlleva una fuerte descentralización y con ello una pérdida de poder de las élites globales, razón por la que cabe esperar una colosal oposición en todos los ámbitos, también por supuesto en el propagandístico. Como vemos, no puede esperarse un camino fácil hacia la multipolaridad, dado que este escenario socavaría los numerosos privilegios de las élites globalistas así como la ventaja estratégica que ciertos países y regiones, como EEUU y la UE, poseen desde el fin de la IIGM.

Pero el principal obstáculo para la constitución del orden multipolar no proviene de las fuerzas globalistas que se oponen frontalmente a él sino de la inercia propiciada por el actual contexto histórico y civilizatorio. La multipolaridad requiere ser construida activa y conscientemente pues la tendencia actual conduce por sí sola, si nada lo remedia, a la consumación de la globalización por la apolaridad.

La apolaridad devendrá de manera natural a partir del desmoronamiento de lo que ya hay, la deconstrucción de la episteme moderna. Por lo tanto cualquier posición pasiva y no beligerante ante la globalización o ante la ideología progresista y universalista que a menudo la encubre, repercute directamente en beneficio de la agenda mundialista.

La multipolaridad sin embargo, y esta es su principal debilidad, requiere de una posición en extremo activa, además de creativa, en todos los frentes, no solo en el ámbito de las finanzas, la política o las Relaciones Internacionales. La multipolaridad debe construirse activamente en un sentido tanto práctico como teórico a fin de desarrollar un marco teórico y un sistema de valores en que sustentarse.

Estas diferencias no son en absoluto cuestiones secundarias, por el contrario marcan una ruptura radical entre ambas visiones del mundo –apolar y multipolar- y nos señalan la dirección estratégica que se debe seguir. Por ejemplo, al advertir y hacer explícitas tales diferencias vemos cómo ellas designan dos modos incompatibles de ser en el mundo. Esto amplía el campo de lucha más allá de las reduccionistas ideologías modernas, todas herederas del paradigma ilustrado, pues implica el desarrollo de nuevas posibilidades civilizatorias así como diferentes modelos de hombre, uno pasivo y entregado a las fuerzas de la corriente histórica –el hombre espectador, prototipo de la postmodernidad-, y otro activo y creador de su propio contexto vital y cultural. Ambos modelos de lo humano, al modo de los viejos mitos heroicos están por enfrentarse entre sí de modo más o menos explícito en defensa de una u otra alternativa.



Multipolaridad y cambio de paradigma.

“Rebajar el estatus de Occidente como centro de la civilización, como árbitro, como el modelo-matriz global de la civilización contemporánea, quiere decir que Occidente deje de ejercer la hegemonía.”

(G. Dzhemal)

Hemos dicho que hacia la apolaridad conduce la inercia propia del sistema actual, lo que podemos identificar con el Tamas o Tamo-Guna, la energía de la ignorancia, la oscuridad y la muerte.A la hora de aparentar legitimidad a menudo se argumenta la inevitabilidad de este orden y se pretende como el único camino posible. Este carácter tamásico e inercial es corroborado al observar el propio contexto socio-histórico en que nos encontramos: el agotamiento de la modernidad, que ha consumido todas sus posibilidades y se precipita al colapso energético, económico, demográfico y ecológico.

La multipolaridad por su parte será fruto de la acción, una acción creadora y heroica que hará surgir un nuevo horizonte del colapso civilizatorio que se avecina. Esta acción heroica nos remite a la energía del Guna Rajas, la energía de la vida, la plenitud y el desarrollo de la manifestación. Y eventualmente, en la medida en que el nuevo paradigma contemple e integre las realidades trascendentes y espirituales, entrará en juego además la energía del Guna superior, Sattva. Este es precisamente el Guna al que se ha opuesto con más contundencia la episteme de la modernidad desde su mismo origen, especialmente visible en su lucha contra lo sagrado y en su pseudo-humanismo.

Por tanto nos encontramos ante el siguiente escenario: la vieja episteme de la modernidad se acerca a su fin, agotadas sus posibilidades de manifestación e inclinada cada vez más hacia fuerzas y energías infra-humanas; por su parte una nueva episteme puede encontrar un contexto favorable pero debe ser construida. Se concluye que la distancia entre la apolaridad y la multipolaridad es la distancia que media entre la vida y la muerte, o dicho más exactamente, entre un organismo que lucha por vivir, como un polluelo que rompe el cascarón, y otro que se abandona a la muerte. La multipolaridad es algo por nacer y representa la vida frente a la muerte que representa la apolaridad y el mundialismo emergente. Y esta muerte está presente incluso en su discurso cuando se incide desde las elites globalistas en la inevitabilidad del designio mundialista o cuando fantasean con el Fin de la Historia, el transhumanismo como un progreso o el gran gobierno mundial. Aquí se perciben claramente las energías oscuras e inferiores que mueven al actual paradigma civilizatorio, signadas, como ya dijimos, por el Tamas.

A través de nuestro análisis percibimos que está en juego mucho más que el dibujo del mapamundi, está en juego ante todo la supervivencia de las culturas humanas más allá del apocalipsis capitalista que representa la agenda de la globalización en curso.



Propuestas para una nueva episteme: algunas ideas a modo de líneas-guía.

No podemos concretar exactamente en qué consistirá la nueva episteme o paradigma pero sí podemos apuntar algunas líneas generales por las que probablemente transcurra y que pueden servirnos de guía.

En primer lugar el nuevo paradigma para desarrollarse requiere de la liquidación consciente del actual paradigma ilustrado que es hegemónico, pues ambos paradigmas habrán de ser incompatibles. Esto tiene algunas consecuencias teóricas importantes, como por ejemplo la exploración de referencias intelectuales anteriores a la ilustración y el renacimiento, referencias que en la actualidad suponen una opresiva influencia en el ámbito de las ideas.

La ampliación del horizonte de ideas más allá del programa ilustrado implica la ampliación no solo del arco temporal de ideas explorables sino también la necesidad de trascender el estrecho marco espacial y metafísico en que se ha movido la intelectualidad occidental desde el comienzo de la era moderna allá por el siglo XVI. Por tanto iniciar un cambio de paradigma implicará una búsqueda libre de los clásicos prejuicios etnocéntricos y progresistas, de alternativas teóricas en fuentes no occidentales. De hecho la multipolaridad supone el fin del etnocentrismo y el exclusivismo que han sido rasgos centrales de toda la modernidad.

Otro aspecto que sin duda será esencial es el retorno de la idea de lo sagrado al primer plano de la cultura y el pensamiento, en contraposición tanto del pensamiento profano -que ahora se dice laicista-, central en el triunfo del paradigma ilustrado, con su reduccionismo racionalista y sus mitos cientifistas y positivistas; como del pensamiento mágico/supersticioso que ha resurgido con fuerza en la postmodernidad, bajo la forma de sincretismos pseudo-tradicionales y new-age y que es una muestra evidente de la descomposición psíquica a que se encamina la actual episteme.

En resumen, la construcción del orden multipolar requiere ante todo de un nuevo paradigma socio-cultural que lo sustente teóricamente y lo posibilite políticamente. Queremos insistir en ello y analizar esta condición más en profundidad. Solo el desarrollo de una episteme nueva, no exclusivista como es la modernidad, sino capaz de incluir ecúmenes diversos a los que se reconozca como sujetos sociales y políticos legítimos e independientes. Estos ecúmenes no son por supuesto equivalentes a los estados nación de la modernidad sino que deben ser pensados bajo un nuevo criterio, mucho más transversal. Por otra parte han de ser edificados desde el interior de su propia cultura y no impuestos desde ninguna autoridad exterior que reclame algún tipo de superioridad –económica, militar o moral-, a fin de garantizar la necesaria estabilidad en el medio y largo plazo.

Ahora bien, semejante pluralidad de ecúmenes así como el establecimiento de un paradigma en el que se respete la pluralidad y la voz de otras culturas solo puede alcanzarse a través de la liquidación definitiva del actual paradigma ilustrado, lo cual requerirá una acción conscientemente dirigida y sistemática. Sólo así será posible poner fin al proselitismo y el mesianismo occidentales.



La liquidación del paradigma ilustrado como tarea prioritaria.

“La superación de la postmodernidad por la Cuarta Teoría Política debe comenzar por un procedimiento de deconstrucción sistemática del discurso neoliberal, que al rendir alabanzas a la ‘sociedad abierta’, pseudo-democrática y homogénea, legitima las peores atrocidades cometidas por las talasocracias plutocráticas de matriz occidental.
Por lo tanto es esencial buscar la resignificación de la ontología de la realidad en un eje de articulación metapolítico.”

(G. Aguiar)

La liquidación del paradigma ilustrado se muestra entonces como el requisito imprescindible a la hora de poder vislumbrar el nuevo horizonte paradigmático que permita la emergencia del escenario multipolar.

Sostenemos que el tiempo de la modernidad ha pasado, y con ello el tiempo de los estados nación clásicos así como el de las ideologías políticas modernas -comunismo, liberalismo, división entre derechas e izquierdas, etc.-. Ante el nuevo paradigma será necesaria una nueva teoría explicativa, menos reduccionista y más comprehensiva para abordar la realidad.

Es evidente que pese a todo, la inercia y el miedo mantienen en pie el paradigma moderno. Esto es particularmente innegable en la mente de los sometidos, donde el mito moderno funciona al modo de una programación profunda. Se hace necesario combatirlo directamente.

Una vez más esto tiene consecuencias en el plano estratégico. Por ejemplo se hace evidente el obstáculo que supone la intelectualidad de izquierdas que, como ya dijimos en la primera parte, ejerce un papel de tapón epistémico al impedir la deconstrucción de la vieja ideología de la modernidad y el surgimiento de un marco ideológico radicalmente diferente, que pertenezca a un nuevo cosmos paradigmático y no sea deudor en sus objetivos del programa ilustrado.

Se aprecia asimismo en qué sentido neoliberales y neomarxistas juegan en el mismo bando y son inseparables aliados estratégicos. En lo político ambos defienden la universalidad de sus ideas así como la globalización etnocida como único camino. Además ambos niegan la pluriversidad civilizatoria. En el marco epistemológico ambos se sienten herederos de la ilustración y de la era de las revoluciones, de modo que se niegan a cualquier revisión crítica de ideas en este sentido. Se impide así la revisión de las ideas fetiche propias de la modernidad como la superstición del progreso, la doctrina de los DDHH, etc. Así las cosas se les debe considerar adversarios del nuevo paradigma.

Pero el movimiento identitario y el hipotético resurgir del nacionalismo tampoco tiene cabida de cara al nuevo escenario. Y no solo porque todo nacionalismo es una concepción propiamente moderna y errónea per se, basada exclusivamente en las ideas propias de la modernidad sólida y el viejo realismo geopolítico, sino en base a razones de contexto histórico.

Como ya dijimos en la primera parte los estados nación están sumidos en un proceso de desintegración y de pérdida de sus competencias debido al proceso globalizador impulsado por la élites financieras transnacionales. En el nuevo escenario global los estados nación no poseerán ya la coherencia social interna ni la resiliencia política suficiente para resistir por sí mismos la competencia del entorno. De hecho esto ya está sucediendo y los estados han de someterse desde la gran ofensiva neoliberal de los años 90 a fuerzas ajenas a ellos mismos, hace tiempo que no son por tanto sujetos soberanos.

No menos importante es el hecho de que el objeto central de la acción política se ha visto profundamente alterado en las últimas décadas. El objeto geopolítico no es ya el viejo par población-territorio sino el nuevo par tecnología e información. Es decir, siguiendo a Dzhemal, el factor estratégico que asegurará la competencia y la soberanía en el nuevo orden multipolar serán la garantía de autosuficiencia –soberanía energética y alimentaria- y el control de la información.

“Todo el siglo XX el imperialismo ha luchado para que ningún pueblo, salvo Occidente poseyera la autosuficiencia agrícola. Allá donde había países del tercer mundo exportadores de alimentos, les llevaban la ayuda humanitaria, gracias a sus presidentes colocados a traición que daban el visto bueno. La ayuda humanitaria, que se repartía allí gratis, acababa con la agricultura como ocurrió, por ejemplo, con Bangladesh. (…) Por algún motivo nadie habla de ello. Todo el mundo habla del dinero, del petróleo, de la industria ligera y pesada, pero nadie dice que la seguridad alimentaria es el tema número uno.”

(G. Dzhemal, en entrevista para Nakanune.ru, 20-09-2013)

Los factores ambientales que garanticen la soberanía alimentaria –producción agrícola, acceso a agua potable, etc.- devendrán centrales y aquellos bloques que requieran menos insumos de energía externos verán reafirmada su independencia y soberanía. Como puede verse casi ningún estado nación clásico estará en condiciones de asumir esto con garantías.

Por tanto solo hay dos caminos: subalternidad o regionalismo. Es irreal plantearse soluciones nacionales basadas en movimientos identitarios, nacionalistas o tendentes a un nuevo aislacionismo. Las viejas identidades tradicionales han sido destruidas en el último medio siglo1, tampoco sirven ya los conceptos cohesionadores empleados por la modernidad sólida como raza, clase o nación. Todas han sido sustituidas por la doctrina liberal del individualismo y las modernas teorías sociológicas de la auto-construcción del sujeto y la libertad de elección. Así se constata al observar la sociedad, ya sea asumiendo identidades superficiales y meramente sustitutivas como son las tribus urbanas, las modas musicales o los equipos de fútbol, o promoviendo desde el poder otras nuevas identidades solo posibles por la debilidad psíquica del hombre actual, como las provenientes de la enfermiza ideología de género. Urge encontrar un nuevo marco sobre la que construir nuevas lealtades. Una población sin identidad, aunque se diga libre y cosmopolita, es el escenario soñado por el globalismo.

En el caso de Europa la situación es más compleja y delicada si cabe pues a las diferencias entre estados hay que sumar que, como apunta Dugin:

“Europa sigue siendo percibida como objeto y no como sujeto activo, es una entidad geopolítica privada de voluntad y de identidad autónoma, de soberanía real y reconocida.”

(A. Dugin, La Cuarta Teoría Política)

Se vislumbra entonces como un nuevo campo de batalla político que debe ser introducido en la agenda mediática el enfrentamiento entre dos corrientes reales pero todavía soterradas: mundialistas y regionalistas; la última de los cuales muy a menudo no es enteramente consciente de su situación y misión.



La lucha por la cultura: la construcción de una Episteme multipolar.

“La hegemonía material va de la mano de las hegemonías espiritual, intelectual, cognitiva, cultural y de la información.”

(A. Dugin, Una revisión de la teoría de las Relaciones Internacionales)

Aquí una vez más nos topamos con esa fuerte corriente de pensamiento –hegémonica en los ámbitos de la cultura, la educación y la intelectualidad occidentales- que ha dado en llamarse, con mayor o menor acierto ‘marxismo cultural’ o neomarxismo. Desde el fin de la IIGM el neomarxismo, siguiendo las tesis de Gramsci, ha puesto el énfasis en el proceso de aculturación como herramienta para el cambio social, asumiendo que si se consigue que la gente piense y actúe tal y como se pretende la ‘revolución’ caería llegado el momento como fruta madura. Se trata por tanto por tanto de un camino indirecto y subliminal que da por hecho que la ‘cultura’ –en el sentido marxista, también discutible- puede existir independientemente del poder económico –la vieja burguesía-.

No vamos a discutir ni a criticar aquí las tesis de Gramsci. Se trata por lo demás de una tesis precursora de las más modernas técnicas de comunicación e ingeniería social puestas en marcha por el neoliberalismo en las últimas tres décadas y que ha reportado resultados ciertamente excepcionales en cuanto a los cambios producidos –‘cambios dirigidos’- en la opinión pública. El núcleo de estas estrategias de cambio es renunciar a los argumentos racionales que empleaba el marxismo clásico y poner todo el énfasis en los argumentos emocionales, una estrategia bien observable en todas las campañas de corte globalista y de la que tanto neoliberales como neomarxistas ya comienzan a hacer un uso abusivo.

Lo que deseamos destacar aquí es la gran contradicción en que ha incurrido el neomarxismo al aplicar dichas tesis referentes a la lucha cultural cuando analizamos la deriva social en las últimas décadas. Por decirlo brevemente, es evidente que la mayor parte de las ideas referentes al ‘supremacismo civilizatorio occidental’ –en realidad ‘americano’, así como todas aquellas que se refieren al mundialismo con toda su panoplia de ideas-fetiche: desde la ‘sociedad abierta’ de Popper, hasta la multiculturalidad, el pacifismo, el ecologismo, el animalismo, pasando por el indiscutible axioma democrático convertido en un dogma cuasi-religioso, etc.-, todas han sido inculcadas sin excepción a través de la ‘industria cultural’ de modo subliminal: básicamente el cine, la televisión2 y la música, y solo en segundo lugar a través del argumentario de los mass-media.

No resulta extraño que todas estas expresiones culturales provengan del mismo ámbito socio-político y económico durante casi un siglo pero se da la paradoja de que tales expresiones culturales son justamente el marco en que los neomarxistas sostienen que se debe presentar batalla. Si el peso del cambio actitudinal debe ponerse en el proceso de aculturación y si la cultura ha de ser según ellos el escenario privilegiado para el combate de las ideas, ¿cómo es posible entonces que hayan permitido durante casi 80 años que Europa esté culturalmente colonizada por el anglosajonismo? ¿En qué se han ocupado los neomarxistas durante todo este tiempo?

¿Dónde está reflejada su propuesta cultural alternativa que combata el dominio unipolar atlantista y talasocrático? O es acaso algo más grave, ¿que tal proyecto es también el suyo propio? Como vemos en la práctica, dejando de lado las teorías revolucionarias y las utopías infantiles, el neomarxismo lejos de ser una alternativa supone un tapón colosal a la emergencia de cualquier propuesta cultural verdaderamente disidente.

Es obvio que no puede refundarse una sociedad y menos aún un nuevo proyecto civilizatorio como el que se requiere si no se cambian antes las ideas, expectativas y objetivos de la sociedad. Y esto pasa forzosamente por la modificación de los referentes culturales y digamos ‘míticos’. Es este cambio el que permitirá vislumbrar un nuevo horizonte. Es evidente también que tal lucha cultural no ha existido jamás desde la IIGM, por el contrario, los más adoctrinados hoy por hoy en el globalismo son precisamente los más cercanos a los ambientes y tesis del neomarxismo.

Pero, ¿cómo es posible construir un horizonte cultural y filosófico alternativo, desarrollar un nuevo espacio epistémico desde el que combatir la dominación global-capitalista cuando se está por completo inmerso, desde la educación infantil hasta el ocio, en los referentes culturales elaborados por el poder? Consideramos que, para construir una Episteme socio-política sobre la que se asiente de forma estable y duradera el nuevo orden multipolar, hay que poner gran énfasis en el marco cultural y este debe distanciarse voluntariamente de los tópicos del pensamiento único actual.

En esta ocasión, como ante todas las revoluciones culturales que han generado históricamente nuevos paradigmas epistémicos, uno de los primeros ámbitos en que se hará visible y tangible la nueva propuesta será el del arte, y esto es así en virtud de una cualidad propia del arte mismo: ser expresión del alma, no de un individuo –como ha pretendido el arte contemporáneo- sino de una colectividad, a la que artista simplemente sirve de vehículo de expresión. Dicho de otro modo el Arte da voz al alma de un pueblo.

No podemos ocuparnos aquí del camino que habrá de recorrer el arte aunque sugeriremos brevemente algunas ideas. Es evidente la deriva auto-destructiva del arte contemporáneo. Sin duda esto puede ser analizado como un reflejo más de la disolución cognitiva y social que implica el cosmos talasocrático, una expresión paralela a otras como puede ser la apolaridad misma. Pero no debe olvidarse que el paradigma moderno ha despreciado el arte como consecuencia de una cuestión mucho más profunda: su desprecio de índole filosófico por el alma humana. La modernidad se caracterizó por generar una episteme extremadamente racionalista y lógica, donde se ha dado un enorme valor al discurso y este se ha entendido siempre con un exceso de literalidad. El arte en la modernidad es considerado en este paradigma una forma de conocimiento muy inferior al discurso racional científico-filosófico, lo cual ha condenado a muerte al arte verdadero. Creemos que tener en cuenta esta realidad abre nuevas posibilidades a la hora de explorar sensibilidades artísticas que expresen el nuevo marco paradigmático. No deja de ser llamativo que todas las civilizaciones hayan producido un arte indiscutiblemente bello a excepción de la postmodernidad, lo cual es un hecho muy a tener en cuenta.



A modo de conclusión: las viejas ideologías son enemigas del cambio.

A la hora de identificar a un enemigo tan polifacético como es la hidra moderna y de definir las estrategias adecuadas para encararlo no debe haber a estas alturas prejuicios ideológicos ni ideas preconcebidas, adquiridas por el colosal adoctrinamiento cultural sufrido durante décadas y que ahora más que nunca se convierte en un lastre que impide escapar de la ilusión de inevitabilidad que pretende el mundialismo a la vez que imaginar y construir el futuro.

Somos conscientes que no cabe esperar una aportación constructiva al dialogo de aquellos que hacen de la ideología su forma de vida o que la emplean al modo de un criterio de disección de la realidad –por más que esta trate de escapar constantemente de los reduccionismos simplistas- más inamovible y exclusivista en ocasiones que los de clase o raza. El tiempo de las ideologías políticas ha pasado, tal y como como ha pasado el tiempo mismo de la modernidad y de esa especie de rémora suya, la postmodernidad. Es necesario asumir esta realidad con la mayor celeridad posible pues de lo contrario se impide la indispensable y urgente labor de repensar y reconstruir la identidad y el proyecto de futuro que posibilite la emergencia de un nuevo paradigma cultural y social, que implicará necesariamente la diversidad y el pluralismo contenidos en la posibilidad de un orden multipolar.

1 La identidad en la sociedad tradicional se basaba en cuatro pilares: familia, trabajo, tierra y comunidad. Como vemos los cuatro pilares han sido demolidos por la modernidad y su doctrina del individualismo, y no es fácil, ni seguro, poder recuperarlos. Nótese que la moderna idea de nación, que en cierta medida es una mutación del ideal comunitario, no forma parte de ellas.

2 Pensemos por ejemplo en las conocidas ‘cuotas de visibilidad’ obligadas por la presión de diferentes lobbys en las series de televisión y que convierten los repartos en una inversión moderna y ridícula de la bíblica torre de Babel.


Fuente: Katehon